El científico estadounidense Stan Cox explica en su brillante libro Sick Planet cómo dos industrias que se supone que den vida, la industria agrícola y la de salud, están haciendo todo lo contrario: destruyen el ambiente, envenenan nuestros cuerpos y para colmo convierten los desastres que causan en oportunidades de lucro y crecimiento.
Cox nos muestra numerosas instancias específicas de los destrozos sociales y ecológicos causados alrededor del mundo por corporaciones como GlaxoSmithkline, Tyson, Wal-Mart y Monsanto, la contaminación tóxica causada por fábricas farmacéuticas en India, los horrores de la ganadería y avicultura industrial, y cómo la industria de la salud nos aflige con un sinnúmero de medicamentos y tratamientos innecesarios, entre muchos otros entuertos.
El autor no es el primero que nos advierte sobre los daños y amenazas de estas dos industrias (ya gente como Vandana Shiva, Michael Pollan y Michael Moore nos lo habían advertido). El mayor mérito de este libro es su profunda y seria contribución al debate y reflexión sobre las soluciones.
Cox no dedica el grueso de su denuncia a las depredaciones de los capitalistas sino a las falsas soluciones que promulgan sectores del ambientalismo que él considera ilusos e ingenuos, y que hacen más daño que bien. Partiendo desde una sólida base marxista, establece que los cambios políticos y económicos necesarios para sacarnos de la debacle ecológica deberán ser mucho más radicales que las propuestas tecnocráticas y eco-capitalistas que están en boga hoy.
«La situación actual del planeta no es necesariamente obra de magnates malvados y conspiradores motivados por el lucro personal», dice Cox.»Es el producto natural de un sistema que recompensa al capitalista industrioso… De la misma manera que no podemos achacarle la situación mundial a ejecutivos corporativos que son «malos», tampoco podemos esperar que los que son «buenos» vengan a nuestro rescate. Cuando los dueños y gerentes de las corporaciones nos dicen que no pueden operar de manera más verde sin sacrificar ganancias esenciales, no están siendo tercos o avaros, sino que están reconociendo la realidad material.»
El autor no les ve mérito a propuestas de capitalismo verde, que presentan escenarios «win-win», en los que todo el mundo sale ganando y no hay perdedores, por considerar que éstas parten de una ingenuidad totalmente pasmosa. Pero tampoco se refugia en el triunfalismo vanidoso de algunos sectores de izquierda que plantean que el capitalismo se va a autodestruir por sus propias contradicciones. El advierte, citando a John Bellamy Foster, que el capitalismo tiene una capacidad prácticamente ilimitada para transformarse ante las crisis y hasta sacarles provecho.
Cox también nos aconseja rechazar otra noción triunfalista que atesoran algunos ecologistas izquierdosos: la idea de que los estragos del calentamiento global crearán conciencia en la ciudadanía acerca de los males del capitalismo. Si las cosas horrendas que ha hecho el capitalismo en estos últimos siglos no han «creado conciencia», tampoco lo hará el calentamiento global, argumenta el autor.
Además de Marx, Cox se sirve también de las observaciones acertadas de otros pensadores, mucho menos conocidos. Uno es el economista rumano Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994), autor de The Entropy Law and the Economic Process (1971). Combinando física y biología con teoría económica clásica, Georgescu-Roegen aplicó la segunda ley de la termodinámica (la ley de entropía) a la actividad económica y llegó a una conclusión
horripilante: no importa qué hagamos, el mundo va encaminado al agotamiento de todos sus recursos naturales, es decir entropía total. La suma total de todas las actividades económicas lo único que hace es acelerar este inevitable declive. Toda actividad económica, por abstracta y electrónica que sea, se fundamenta en última instancia en la explotación física de recursos naturales, por lo tanto, mientras más crecimiento económico, más rápido nos aproximamos al fin fatídico.
Basándose en las ideas de Georgescu-Roegan, Cox razona que «Suponiendo que nuestra especie sobreviva, hay en algún momento en su futuro otra Edad de Piedra, y mientras más rápido nuestro crecimiento económico, más empinado será nuestro descenso. La próxima Edad de Piedra será más pobre en recursos y probablemente más tóxica que la pasada, y no habrá oportunidad de salir de ella.»
No es de sorprender que las ideas de este profeta del desastre hayan sido relegadas al olvido, pero a lo largo de la década de los 70 varios pensadores ecologistas de avanzada acogieron su tesis. Dos de éstos fueron Jeremy Rifkin y Ted Howard, quienes en 1980 publicaron el libro Entropy: A New World View, cuyo epílogo es escrito por Georgescu-Roegen. Rifkin y Howard sostienen que un entendimiento de la ley de entropía es requisito fundamental para una sabiduría ecológica profunda y revolucionaria.
Cox hace referencia a otro visionario que dio seria consideración a las ideas de Georgescu-Roegen: el economista Herman Daly. Otrora funcionario del Banco Mundial, Daly pasó a ser uno de los máximos exponentes del campo de la economía ecológica, y ha dedicado buena parte de su energía intelectual a buscar maneras de posponer la próxima Edad de Piedra hasta el futuro más lejano. La alternativa que Daly propone incluye entre sus principales elementos el reducir el uso de recursos naturales a niveles sustentables y reducir la disparidad de ingresos entre las clases sociales. Daly presenta esta tesis en sus libros Steady State Economics (1977) y For the Common Good (1989), este último coescrito con John Cobb. En 2004 publicó, junto con el coautor Joshua Farley, Ecological Economics: Principles and Applications, un libro de texto de economía en el que ambos proponen la modificación de instituciones existentes para rescatar el medio ambiente.
«A la vez que reconocen que la desigualdad lleva al crecimiento insustentable, la mayoría de los economistas ecológicos rechazan la expropiación directa de la riqueza y propiedad de aquellos que tienen más- prefieren en su lugar poner un límite al movimiento físico («throughput») de recursos a través de la economía y hacer que la clase capitalista pague los costos del uso de recursos y la destrucción ecológica», dice Cox. «¿Pero es el capitalismo la clase de criatura que puede vivir en autiverio? Podemos estar seguros de que la pequeña y poderosa clase que hoy cosecha beneficios económicos prefiere ir de cabeza a la catástrofe ecológica antes que permitir la creación de instituciones como las que proponen Daly y Farley… Los manufactureros simplemente se negarían a recortar su uso de recursos, producción de bienes y disposición de desperdicios. Y más importante aún, la clase inversionista nunca accedería a limitar su acumulación de riqueza para favorecer las mayorías empobrecidas del mundo.»
No en balde tantos empresarios y políticos, incluyendo los que se autodenominan ambientalistas, hablan de crecimiento económico. Hablar de crecimiento es más simpático y menos controversial y riesgoso que abordar el tema de la redistribución de la riqueza.
Enfrentados con este dilema ineludible, los exponentes del capitalismo verde y el optimismo tecnológico buscan refugio en el mantra de la eficiencia. A primera vista, la eficiencia es algo universalmente bueno y carente de controversia. ¿Quién puede oponerse a la eficiencia? Empresarios y ecologistas están de acuerdo en este asunto. La idea de usar la innovación tecnológica para que las actividades económicas utilicen menos materiales y energía y generen menos desperdicios es una propuesta apolítica que da la impresión de que podemos salvar el planeta sin detener el crecimiento económico y sin enfrentar el conflicto entre las clases sociales.
Pero Cox nos cierra el paso hacia esa salida fácil, usando de referencia otro pensador poco conocido: el economista británico William Stanley Jevons. En su libro The Coal Question (1865), Jevons presenta los resultados de un estudio minucioso que hizo sobre la minería de carbón a mediados del siglo XIX, con especial énfasis en los adelantos tecnológicos que permitían extraer más carbón a un costo menor. Las conclusiones de su estudio fueron horripilantes, tan horripilantes como la tesis de Georgescu-Roegen: el aumento en la eficiencia no lleva a la conservación del recurso, SINO TODO LO CONTRARIO. Puesto de otro modo, los adelantos en eficiencia no llevan a la conservación de un recurso sino que aumentan su extracción, acelerando así su agotamiento.
Desde el punto de vista de la economía capitalista esto tiene mucho sentido. Si un capitalista encuentra la manera de reducir sus costos, los ahorros no resultarán en una reducción en la explotación de mano de obra y recursos naturales. De ninguna manera; lo que el capitalista haría sería tomar esos ahorros y reinvertirlos en la empresa para aumentar su margen de ganancia (¿Realmente creen que un capitalista se comportaría de otro modo?). Dicho de otro modo, la producción aumentará. Y en términos ecológicos eso significa más saqueo y explotación de los recursos naturales.
Pero Cox no termina ahí. Para él no es suficiente hacer trizas cualquier ilusión que el lector pueda tener acerca de reconciliar el capitalismo con la sustentabilidad ecológica. Él propina su golpe de gracia con su negativa a terminar el libro con un capítulo esperanzador con soluciones a la crisis ecológica. Es muy prematuro, presuntuoso y frívolo hacer tal cosa en estos momentos, según Cox.
El autor concluye que no se puede concebir- ni mucho menos construir- una sociedad ecológica sin que primero haya un consenso amplio de que el actual sistema económico, fundamentado en el crecimiento económico, no puede ser parte de una nueva sociedad. Hay que entender que todo crecimiento económico es destructivo y que por lo tanto no podemos tener capitalismo y a la vez un planeta habitable. Si no logramos tal entendimiento, cualquier propuesta o solución a la crisis ecológica será un ejercicio pretencioso y futil con un alto valor de entretenimiento pero de ninguna utilidad en el mundo real.
En conclusión, es un libro bien modesto, pues lo que hace es simplemente invitar al lector a cuestionar la inevitabilidad y deseabilidad del capitalismo en un planeta enfermo que nos queda cada vez más pequeño
estupenda idea, para que la conozcais.
Realmente muy interesante y seguro alentador, lo buscaré. muy buen artículo, gracias